Peenemünde.
En un claro del bosque de pinos se elavaba frente a nosotros, sin ningún apoyo, un proyectil de aspecto irreal que tenía una altura de cuatro pisos. (...) Yo conocía las esperenzas que el joven inventor tenía puestas en este experimento, que para él y su equipo no representaba el desarrollo de una nueva arma, sino un paso hacia la tecnología del futuro.
Unos ligeros vapores anunciaron que se estaban llenado los tanques de combustible. En el segundo previsto, como vacilante al principio, pero con el rugido de un gigante desbocado a continuación, el cohete empezó a elevarse lentamente por una fracción de segundo pareció permanecer inmovil sobre su cola de fuego y acto seguido desapareció, silbando, entre las nubes bajas que cubrían el cielo. Wernher von Braun estaba radiante; yo, en cambio, me quedé atónito ante la precisión de aquella maravilla ténica, así como por lo que tenía de anulación de todas las leyes de gravedad el hecho de que trece toneladas se elevaran verticalmente hacia el cielo sin que ningún dispositivo mecánico las pilotara.
Los especialistas nos estaban explicando a qué distancia se encontraba el proyectil cuando, minuto y medio después, un silbido que se oía cada vez más fuerte nos indicó que el cohete descendía cerca de allí. Quedamos pretificados cuando el proyectil cayó a un kilómetro de donde nos encontrábamos.
(Los muy pynchonianos cohetes de Peenemüne. De las memorias del no menos pynchoniano Albert Speer).
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