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Como muy bien señalaba hace dos meses Ron Rosenbaum en The New York Observer, es un mensaje muy pynchoniano. Curiosamente esas palabras saltaban a la pantalla de su ordenador cuando buscaba una página sobre la invisibilidad de Thomas Pynchon. Espléndido. Pynchoniano. Sí. Maravilloso.
Pynchon se esconde entre la multitud del West Upper Side. Pero nosotros iremos allí con los ojos bien abierto. Y las gafas limpios. A ver lo que otros ojos vieron antes. Los ojos que amamos.
En su portada hemos visto un V2 de aires sadomasoquistas, el perfil de Londres bañado en un cielo naranja, un cohete multicolor, las alemanas piernas de una nueva Dietrich, ideogramas japoneses, la estela multicolor de un arco iris que ha perdido su curva, la bomba en un grabado. Hermosas tapas que guardan las palabras que amamos. El Arco Iris de Gravedad.
Algún otro fetichista de la letra impresa, de las portadas, del poder de los libros, ha reinterpretado esas ilustraciones. Ayer veíamos una de sus obras. Eric Lebofsky dibuja lo que ama... y también ama a Pynchon. Y a otros. Y hasta ha sacado punta a sus lapices para inventar la colección de discos de Alma Mahler.
Como suele suceder -ya saben nuestros más avezados lectores que así es la serendipia- buscando otra cosa, nos ha asaltado en el camino la crítica que en su día hizo Rodrigo Fresán de El Arco Iris de Gravedad.
"(...) su lectura es, sí, una de esas experiencias intransferibles. Hay que arriesgarse, entrar, huir junto a Slothorp y, alcanzada la página 1.148, sentirse triste y privilegiado porque el baile ha llegado a su fin..., pero quién nos quita lo bailado".
¿Quién podría resistirse a ese grito que llega a través del cielo? Nosotros, ya sabéis... no.
(Les recordamos que tenemos abierto permanentemente el teléfono de aludidos).