Edipa en Mazatlán.
(No. No hemos estado en Mazatlán. Nuestros viajes no nos han llevado tan lejos. Pero éste es un homenaje al primer capítulo de La Subasta del Lote 49).
Una tarde de verano, al volver de una fiesta organizada por Tupperware donde la anfitriona había puesto quizá demasiado kirsch en la founde, la señora Edipa Maas se enteró de que la habián nombrado albacea de la herencia de un tal Pierce Inverarity, un magnate californiano de las inmobiliarias que cierta vez había perdido dos milones de dólares en su tiempo libre pero cuyos restantes bienes eran aún lo bastante numerosos y complicados para que el trabajo de clasificarlos fuese algo más que simbólico. Edipa se detuvo en la sala de estar y, bajo la atenta mirada del ojo apagado y verdoso de la pantalla del televisor, invocó el nombre de Dios y se esforzó por sentirse embiragada al máximo. No dio resultado. Pensó en la habitación de cierto hotel de Mazatlán cuya puerta se había cerrado de golpe, por lo visto definitivamente, despertando a doscientos pájaros que dormitaban en el vestíbulo; en un amanecer en la cuesta de Universidad de Cornell que nadie más había visto porque dicha cuesta daba a poniente; en una melodía triste y sin adornos del cuarto movimiento del Concierto para Orquesta de Bártok; en un busto encalado de Jay Gould que Pierce tenía sobre la cama, en un anaquel tan estrecho que a ella siempre le asaltaba el temor de que se les cayera encima. ¿Habría muerto así, pensó, sumido en sueños, aplastado por la única escultura de la casa?